martes, 12 de enero de 2010

Navidad, amarilla Navidad

Princesita,

Hoy cumples un año y tres meses. ¡Cómo pasa el tiempo! parece que hubiera sido ayer cuando naciste y te trajimos a la casa. Veo las fotos de esa época y te comparo a cómo estás ahora, y las diferencias son increíbles. De la bebé pequeñita y frágil que eras en un inicio -y bueno, que en cierto modo sigues siendo- te has convertido en una niñita alta para su edad, muy inteligente, risueña e incluso coqueta. Yo mismo no podía creer lo que veían mis ojos -y probablemente si tu mamita me lo hubiera contado hubiera pensado que exageraba- cuando me di cuenta que estando parada encima de nuestra cama, conmigo agarrándote de la cintura, te mirabas al espejo con las manos detrás de la nuca y los codos levantados a la altura de los ojos, como quien posa para una foto. Luego saludabas al espejo, como una pequeña Señorita Mundo que mira a las cámaras caminando por la pasarela. He postulado entonces una teoría: la coquetería se transmite por los genes. Nunca nadie te lo enseñó, pero te gusta mirarte al espejo como tu mamita y ver cómo te quedan los ganchos de pelo (aunque luego te los saques).

Tu segunda Navidad no salió como la programamos, pero no quiero decir con eso que no saliera bien: salió distinta y enriquecedora. Todo comenzó la mañana del 24, cuando yo ya estaba cambiado para ir a la oficina. Estaba ya por salir y te noté con cara de somnolencia, lo que era raro porque ya te habías despertado hacía como una hora. Te cargué para despedirme; te di un beso y te sentí más calientita que de costumbre. Llamé a tu mamita y le pedí que me pasara el termómetro por si acaso; pensé "seguramente tiene un poco de calentura; hay que darle un poco de sus gotas". ¿Calentura? tu mamita y yo nos pegamos un susto cuando vimos la pantalla del termómetro: 39.5 grados.

Decidí antes de irme ayudar a tu mamita a darte las gotas para la fiebre. No puedo negar que estaba preocupado, porque aunque habías tenido fiebre antes, nunca habías llegado a esa temperatura. Mientras yo te cargaba, tu mamita mezcló la medicina con un poquito de agua con azúcar, para suavizar el sabor de las gotas. Trajo la mezcla, y cuando te estábamos dando las gotas, tuviste una arcada y vomitaste encima mío. Seguramente por ser papás primerizos, eso nos terminó de asustar. Llamamos a tu pediatra, que nos dijo que te diéramos un baño con agua tibia por al menos diez minutos. Luego llamé a la oficina para avisar que no iba a poder ir. Te metimos a tu tina y cuando saliste te tomamos la temperatura: 38.5. Había bajado al menos un poco; no dejaba de ser fiebre, pero al menos ya no era tan grave.

Nos quedamos un poco más tranquilos, pero no nos duró mucho tiempo. Te tomábamos la temperatura con frecuencia y nos dimos cuenta que tendía a subir de nuevo. Llamamos nuevamente a tu pediatra -o al de turno en la clínica, no lo recuerdo bien- y nos dio los nombres de algunos medicamentos para darte, incluyendo unos supositorios que obviamente ni tu mamita ni yo habíamos puesto antes. Tu mamita llamó a tu abuela Elba, que le enseñó cómo colocártelos. Déjame decirte que no es ni de lejos mi forma favorita de darte una medicina.

Pensamos nuevamente que con eso sería suficiente, pero todo el día estuviste en un sube y baja de temperatura que no nos dejó tranquilos. Nos dieron las 9.30 de la noche y no querías bajar de 38 grados. Tentamos una última llamada al pediatra, ya con miedo de que nos considerara odiosos por llamar a esa hora en la víspera de Navidad, pero por suerte nos tuvo mucha paciencia. Le contamos que habíamos planeado recibir las doce de la noche en casa de tu bisabuela Amanda y le preguntamos si podíamos sacarte abrigada. Nos dijo que sería mejor que primero sudaras la fiebre y una vez que bajara de 38 grados te lleváramos abrigada. Con alguna esperanza, decidimos esperar. Pero una hora después tuvimos que llamar para avisar lo que pasaba y que no podríamos ir. Así nos resignamos a pasarla los tres solos.

Sobra decir que la noticia entristeció la casa de tu bisabuela Amanda, que había colocado en su techo un Papá Noel grande para que lo vieras y que había iluminado la casa especialmente para ti. Pero todos coincidíamos que era mejor no arriesgarte a salir en esas condiciones, además de que por la temperatura no estarías del mejor humor.

Dado todo lo que había pasado y lo improvisto de tu fiebre, no habíamos preparado nada de comer porque planéabamos cenar allá. Tu mamita y yo conversábamos en voz baja mientras dormías y nos preguntábamos qué cosa querría Papá Dios decirnos al permitir que nos quedáramos los tres solos sin regalos y sin cena en un día tan especial como el nacimiento de Jesús. Llegó medianoche, y teniendo como telón de fondo las luces del árbol prendiéndose y apagándose, los fogonazos de los fuegos artificiales y las pequeñas explosiones que nos hacían temer que en cualquier momento te despertarías, fuimos al cuarto y te saludamos con un beso en la frente.

Y fue allí que creímos entender el mensaje de Papá Dios: el tener que darnos cuenta de qué es lo realmente importante en Navidad. No era la cena que nos esperaba en casa de tu bisabuela, ni los regalos con que te habían llenado, ni los esplendorosos fuegos artificiales, ni el árbol con sus luces y sus adornos. Era nuestra pequeña familia, el tenernos uno al otro, el saber que los tres somos todo en la vida para cada uno de nosotros. Ese fue el regalo de Jesús en su cumpleaños: el hacernos más conscientes de lo que es verdaderamente importante en nuestra vida.

Y como si Papá Dios nos quisiera engreír esa noche luego de entender su mensaje, durante la madrugada llegó tu tío Javier con la cena que nos enviaban desde su casa. Devoramos la cena y dormimos un poco.

No voy a cansarte contándote cómo tu temperatura subía y bajaba durante los días que siguieron. Basta decir que tu temperatura recién se normalizó el domingo 27, que recuperaste tu buen ánimo y tu buen humor rápidamente y que ahora estás como si nada, con tu único dientecito asomándose poco a poco en tu boca. Este 2010 está lleno de proyectos que están en manos de Papá Dios, y Él decidirá qué es finalmente lo mejor para nosotros. Mientras tanto, tu mamita y yo seguimos trabajando.

Te quiero mucho, hijita linda. ¡Feliz año! Eres, junto con tu mamita, lo más lindo que me ha pasado en la vida.

Tu papá.

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